Todos sabemos, aunque no lo hayamos vivido aún, que la muerte de un ser querido es uno de los dolores más grandes que existen; enfrentar la dura realidad de que ya no podremos volver a ver a esa persona, de que no podremos volver a escuchar su voz, ni a sentirle cerca es terriblemente doloroso y difícil, es necesario vivir un proceso muy complicado para aceptarlo y poder seguir adelante, un proceso que a veces se hace terriblemente confuso y cansado.
Miles de dudas nos atacan continuamente, hay ratos en los que nada parece tener sentido y muchas veces pareciera que esta situación jamás terminará. Muchas veces las personas que nos aman no comprenden lo que ocurre, esperan con ansías que volvamos a estar con ellos como estábamos antes, nosotros mismos esperamos que pase el tiempo para volver a ser los mismos y sin embargo la espera parece eterna.
Es común escuchar de alguien, intentando consolar, la frase “Está en un lugar mejor, ya no sufre…” Pero parece que eso rara vez consuela ¿por qué? ¿Qué provoca que aun creyendo que esa persona que murió está en un lugar mejor no se tenga consuelo? La razón es simple ¡Quien se queda, quien sobrevive no está en un lugar mejor! El que se queda está ahora en un mundo que resulta desconocido y atemorizante sin esa persona amada, que al irse ha dejado un vacío imposible de llenar.
¿Te has sentido así? Y es que por más doloroso que sea hay una realidad ineludible que rara vez tenemos clara: una parte de ti murió también, tú ya no eres el mismo o la misma de antes, algo en ti cambió y no hay forma de evitarlo; un día cualquiera te miras al espejo y te encuentras con alguien que no conoces, que incluso tal vez no te gusta y te das cuenta de que te perdiste a ti también. ¿Dónde quedó esa persona que eras? ¿Regresará alguna vez?
¿Es esto acaso una sentencia? ¿Lo que te espera es un terrible destino? La respuesta es NO, porque una parte de ti murió con esa persona pero una parte de él o ella se quedó contigo y vivirá si tú vives también. Él o ella se ha sembrado en tu corazón en forma de una semilla que se cubre con la tierra de la soledad, el miedo, la incertidumbre y la angustia. En esa semilla va la esencia misma de ese ser amado, se siembra con dolor y se riega con tus lágrimas. Si cuidas de ella aceptando el dolor, fertilizándola con la compañía de la gente que te pueda acompañar sin prisas y sin juicios, quitando con paciencia la mala hierba de tus culpas y enojos cuando aparezcan, germinará, tal vez se tarde, tal vez necesite muchas más lágrimas de las que creías, pero un día cuando menos lo esperes verás una pequeña plantita venciendo la tierra que la cubre, saliendo de ti.
Tratar de arrancarla, de negarla o de esconderla sólo la convertirá en el feo matorral de la amargura pero si la aceptas y la cuidas con amor crecerá, florecerá y comenzará a dar frutos. Las raíces de esa planta están clavadas en tu corazón, en ellas vivirá para siempre el dolor de tu pérdida pero la vida que surja de ella será tu consuelo y compartir sus frutos con los demás se convertirá en tu propósito, en el nuevo sentido de tu vida.
Es verdad, no serás el mismo, habrás cambiado, tal vez te verás extraño, puede que haya quien no lo comprenda y se aleje pero los que te aman apreciarán la nueva belleza de tu vida, podrán ver que tu corazón habrá florecido gracias al amor de ese ser querido que murió, él o ella vivirá en ti para siempre, su vida tocará a otros y entonces te darás cuenta de que en realidad no murió porque su muerte ha dado vida.
Todo esto es posible gracias al amor infinito de Dios que no busca nuestro sufrimiento sino nuestra felicidad plena. Su tú dejas todo en sus manos, si dejas de pelear con el dolor, si dejas de culparte confiando en su misericordia Él te ayudará a convertir tu corazón en el hermoso jardín que te regaló por medio de tu ser amado. Pero recuerda esto sólo será posible si vives, porque a final de cuentas la muerte no existe…
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