El viernes santo recordamos ese día en el que Nuestro Señor Jesús entregó su vida y derramó hasta la última gota de su sangre bendita por nosotros pero ¿en verdad entendemos el sentido de su obra salvadora? ¿De qué nos sirve a nosotros hoy que él se haya dejado matar? ¿Fue acaso un castigo que él tomó en lugar nuestro? Y si fuera así ¿por qué tuvo que vivirlo él que no lo merecía? ¿de qué sirvió si de todas formas seguimos sufriendo a diario?
Es difícil de entender, pero empecemos por recordar ante todo que Dios es amor infinito y quiere nuestra felicidad, es un padre amoroso que jamás buscará lastimar a sus hijos amados. Jesús no sufrió para hacernos sentir culpables o miserables o porque no fuéramos valiosos, tampoco quiso invitarnos a buscar el dolor intencionalmente o enseñarnos a despreciar la vida. El mismo no buscó el dolor, no lo persiguió, ni se lo provocó intencionalmente, de hecho mientras pudo evitarlo lo hizo y disfrutó la vida en plenitud haciendo el bien.
Jesús vino a enseñarnos a vivir y si él que no lo merecía, sufrió y murió, podemos concluir que ni el dolor ni la muerte del cuerpo son un castigo, son simplemente son parte de la vida.
En el camino al Calvario Jesús nos enseñó a transitar el dolor cuando llega a nuestra vida sin que podamos evitarlo, nos enseñó que hay momentos en los que es necesario vivirlo para poder cumplir nuestro propósito, el sentido de nuestra vida. Cuando él mismo llegó a ese momento no huyó, no peleó contra la situación simplemente la ACEPTÓ.
En primer lugar nos mostró en Getsemaní que es humano tener miedo y desear evitar el dolor, que podemos recurrir al padre, pero que si aún así las situaciones difíciles llegan lo que corresponde es tomar la cruz, no con resignación, sino con amor y confianza. Él lo hizo así pero para nosotros no sólo basta pensar en todo lo que soportó, es necesario que reflexionemos en la forma en que recorrió ese camino. Él no se enojó, no reclamó, no se lamentó, muchos lo despreciaron, lo despojaron, lo humillaron, pero él jamás perdió su dignidad ni cerró su corazón a los que lo rodeaban. Se dejó ayudar y acompañar, se cayó y se levantó, consoló a los que sufrían por él y pidió perdón a su padre por los que actuaron mal, reconociendo que el peor error del ser humano es no saber, es no creer, es no querer entender.
A su lado murieron dos ladrones, dos hombres que como todos no pudieron escapar de las consecuencias de sus malas decisiones y de sus crímenes, sin embargo uno se salvó y el otro no. Al que no se salvó lo perdió la soberbia y el orgullo, el otro simplemente creyó, abrió su corazón a Dios y se dejó salvar, sólo eso tuvo que hacer para llegar con Jesús al paraíso.
El credo de los apóstoles en una parte nos dice que al morir Jesús “descendió a los infiernos”, esa frase por mucho tiempo me causó confusión ¿por qué él tendría que bajar al infierno? Pero el Catecismo de la Iglesia Católica en el numeral 633 lo explica: él bajó a los infiernos a “rescatar a los que estaban privados de la visión de Dios” pero ¿quiénes eran ellos exactamente?
Hoy hay muchas personas que piensan que el infierno no existe, pero cuando leí esta explicación lo supe, el infierno existe, lo sé porque yo he estado ahí y estoy segura de que tú también. Estamos privados de la visión de Dios cuando caemos en la desesperación, en la angustia, en la ansiedad que perturba nuestro corazón y nos esclaviza; estamos en el infierno cuando dejamos que el miedo nos coma y nos arrastre, cuando nos sentimos poco valiosos, insuficientes para los demás, cuando perdemos el sentido de nuestra vida, cuando las preguntas sin respuesta como el “¿por qué yo?” O el “¿por qué a mí?” nos torturan sin piedad, cuando tratamos de controlar el futuro sin lograrlo. Estamos ahí cuando dejamos de creer que Dios es bueno y que puede salvarnos, cuando dejamos de soñar, cuando dejamos de creer.
Jesús bajó al infierno de nuestro sufrimiento para compartirlo con nosotros, para demostrarnos que nos ama, que no puede evitarnos el dolor pero que no nos deja solos ahí, él personalmente baja a tu infierno particular para acompañarte pero sobre todo para sacarte de ahí.
El credo lo dice justo después “…subió a los cielos”, pero a los cielos no sube solo, trae de la mano a los que se dejan salvar por él.
¡Deja que Jesús te rescate de tu infierno! Como el buen ladrón abre tu corazón, toma su mano y deja que te salve, tal vez muchas veces creas que no lo mereces, que la vida ya no tiene nada para ti o que será muy difícil salir; tal vez creas que Jesús te llevará a algún lugar donde no quieres ir, que te cobrará el favor o que no te comprende ¡no te avergüences de eso! yo lo he vivido en carne propia más de una vez, pero por lo mismo se que él viene por ti, se acerca como nadie más puede hacerlo y te promete que estarás con él en el paraíso. Lo hermoso de eso es que no tendrás que esperar a morir para llegar allá, porque así como caemos en el infierno en vida, de la misma forma podemos empezar a vivir en el cielo desde hoy.
Vives en el cielo cuando alcanzas la paz que comienza cuando aceptas la vida como es y te decides a vivirla esforzándote y trabajando a diario con amor, dando lo mejor de ti pero sin perder la paz porque confías en que los resultados de tu esfuerzo están en las manos de Dios. Vives en el cielo cuando aprendes a amar incondicionalmente y cuando te dejas amar, cuando haces espacio en tu corazón para recibir las cosas buenas que los demás tienen para ti aunque sean diferentes a la que imaginabas. Vives en el cielo cuando logras decir “A tu modo Señor, no al mío.” Sorprendentemente SU MODO siempre es mejor que el tuyo.
¿Es posible vivir así? Sí es posible ¿es fácil hacerlo? No lo es, nos lleva toda la vida aprender a hacerlo pero no te rindas, cada vez que caigas en el infierno recuerda que no vas solo, Jesús baja contigo y si lo dejas, si confías, si dejas de resistirte, te sacará de ahí todas las veces que sea necesario. Sal del infierno en esta vida y aprende a vivir en el cielo para que puedas llegar a vivir ahí para siempre.
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